Las luces de un Seat Toledo aclaran el anochecer en la carretera que enlaza los puertos de Cotos y Navacerrada. Un taxista conduce mientras ilumina la figura oscilante que avanza por el arcén, va y viene, devora de manera compulsiva esos siete kilómetros, corazón de la Sierra de Guadarrama, casi dos mil metros de altitud. Es su hijo. Es atleta. Es el verano del 93.
Jesús Ángel García Bragado, 23 años, ya tachó de su lista el sueño olímpico. Lo materializó en la prueba más larga, más salvaje. 50 km marcha, reducto para quienes saben hacerse daño. Estuvo en Barcelona, fue décimo. Ahora quiere ir más allá, desea un resultado de los que lucen en los periódicos. “Estaba obsesionado con Stuttgart, mi primer Mundial”, se retrae a aquellas sesiones familiares en las que el sol les abandonaba antes de dar por concluida la agresión diaria al organismo: “Le pedí a mi padre que no trabajara por las tardes para ayudarme con los entrenos. Hacía un calor asfixiante en Madrid y necesitaba a alguien que me diera los avituallamientos. Él trabajaba por las mañanas, llegaba a casa, comía, se echaba un rato la siesta y luego salíamos. Éramos tan novatos que se nos hacía de noche la mayoría de las veces… Son recuerdos muy bonitos”.
Fue el culmen de una preparación que comenzó sucumbiendo al ímpetu de la juventud: “Mi entrenador era Alberto Jiménez, el mismo que preparaba a Miguel Ángel Prieto. Por aquel entonces le dieron un puesto de responsabilidad en La Casa del Libro e iba a tener complicado estar conmigo, así que le dije: dame el plan que me organizo solo”. Y fue voraz. Excesivo. Consumió asfalto como si se fuese a terminar, “no respetaba la alternancia entre sesiones fuertes y suaves, iba todo el rato a tope”. Había tiempo de solucionarlo, hasta el 21 de agosto no se daban cita los capos del cotarro.
De la fatiga y las dudas le ayudó a recomponerse su amigo Jon Otermin -podólogo como él-, de Fuenterrabía: “Me invitó a su casa y aquello fue una bendición. Ni punto de comparación. En el País Vasco no hacía calor, no era necesaria ninguna logística porque podías hacer tiradas largas sin avituallarte. Entrenaba en Guadalupe, en Jaizkibel… Lo han subido hace nada en el Tour, lo he hecho decenas de veces marchando. A todo eso se sumaba que dormía de maravilla, me levantaba como nuevo”. Al regresar a Madrid todavía quedaba trecho hasta el Mundial y, tratando de simular en la medida de lo posible aquellas jornadas verdes y frescas, concibió los trayectos vespertinos, serranos, escoltado por su progenitor. Tras ellos, un par de semanas por Santander y listo: “Llegué en muy buena forma”.
En Alemania leyó la carrera con presteza veterana y la reventó con energía adolescente: “Me di cuenta de que Robert Korzeniowski llevaba avisos, iba a tener complicado llegar a meta y la prueba quedaría muy abierta. Por entonces él ya era muy bueno, pero tenía problemas técnicos. Su gran transformación llegó en Atlanta 96, a partir de ahí comenzó a ganarlo todo”. Y escapó. Primero en compañía de Carlos Mercenario. Luego solo. Pasaba el tiempo, se hinchaban las piernas. En el tramo final se le echó encima Valentin Kononen. Lejos de abandonarse al nerviosismo actuó como un jugador de póker: “Cuando vi que llegaba hasta mí empecé a reservar fuerzas y justo cuando me alcanzó di un hachazo. Creo que no se lo esperaba”. Lo que tampoco esperaban muchos es que un primerizo cazase el oro en un territorio que tradicionalmente premia cualidades asociadas a una edad algo más provecta. “¿Sabes lo más divertido”, rememora risueño. A ver… “¡Nunca antes había ganado una prueba de 50 km!”.
Tal era su desconocimiento de los rituales que en la icónica imagen de entrada en meta se le descubre mirando al costado. Aquí la explicación: “Cuando comprobé que llegaba primero pensé: tendrás que levantar los brazos. No tenía programado absolutamente nada. Así que para ver cómo lo estaba haciendo me puse a mirar a la pantalla del estadio”.
Fue la primera. La primera de cuatro medallas. La primera de 13 presencias. La primera de siete plazas de finalista. La primera piedra de una leyenda de los Mundiales.
Más de tres lustros después, Berlín 2009, acontece la escena que, “por emocional”, con mayor viveza tintinea en su memoria. Mientras giraba inagotable frente a la Puerta de Brandeburgo, camino del que sería su tercer y definitivo subcampeonato, sentía el aliento de los suyos, apostados en los márgenes del circuito: “Mis padres, como en Stuttgart, y también mis hijas, mi prima, las hijas de mi prima. En la última vuelta Miquel Cos, amigo, mi fisio de siempre, coló a mis hijas dentro del recinto. Hizo que saltaran las valla para estar junto a mí en un momento tan especial. Tuvo la sensibilidad de intuir un instante único; gracias a él tengo una foto preciosa con ellas… recuerdo todo como si hubiese sucedido hace 15 días”.
Otro Mundial singular, cómo no, fue el último: Doha 2019. Podría suponerse por el componente de reflexión, de balance. Echar la vista atrás y acometer the last dance con más nostalgia que ambición. Y nones. Algo de eso hubo, claro, pero quedó eclipsado en cuanto emergieron los rasgos que perfilaron su imagen de guerrero irreductible entre los amantes de ser más rápido, saltar más alto, llegar más lejos: “Estaba para medalla, muy fino”. Tanto que Raúl Chapado, el presidente de la Federación Española, no pudo reprimir la curiosidad y, en uno de sus encuentros en aquella ciudad abrasadora, se lo hizo notar: “¿Desde cuándo no estabas así?”. Y ‘Chuso’, diminutivo cariñoso manejado por compañeros y admiradores, respondió: “Desde Berlín”. 10 años.
Se vio obligado a un titánico ejercicio de contención para no dar rienda suelta a sus deseos: “Fui a lo práctico, poner un pie en Tokio, en los Juegos Olímpicos, donde quería cerrar mi trayectoria, pero pensar en el podio con casi 50 años no era descabellado: el portugués Joao Vieira hizo plata con 43”. Preparando el evento disfrutó sufriendo. Se sentía pletórico, libre de presión. De cargas, de infortunios. Puedo entregarse al estajanovismo, su manera de concebir el entrenamiento. Horas. Y horas. Y más horas.
“En agosto me concentré en Doha. El Mundial se disputó a finales de septiembre, tarde para lo que es habitual. Eso me permitió compaginarlo con el trabajo, ya que entonces ya estaba muy involucrado en Podoactiva. Fue duro pero saqué tiempo de sobra y encima no tuve lesiones, porque los últimos tiempos habían sido siempre me duele esto, me duele aquello, me duele lo otro… Imagínate lo que es a esa edad y con tanto machaque poder prepararte sin ningún percance. Lo disfruté mucho”. Planteó la prueba de forma conservadora, de menos a más, “la táctica que venía adoptando últimamente”, y cruzó la meta en octava posición tras más de cuatro horas de caminata soportando un calor asombrosamente compatible con la vida. Su último diploma de finalista… ¡26 años después del primero!
De la aventura catarí guarda orgullos paralelos a los competitivos, fruto de su relación con “gente que estaba trabajando allí. No solo en el deporte -principalmente fútbol-, también en otros ámbitos como la ingeniería. Los profesionales españoles somos muy reconocidos y eso me enorgulleció. Traté con gente muy potente, que ejercía cargos de responsabilidad en grandes empresas y colaboraron como voluntarios en el Campeonato del Mundo”.
Recupera ahora retazos de otras épocas. Plenitud, exuberancia. 2005. Helsinki. Marcha fluido sobre los incesantes toboganes. Sube, baja. Se siente bien. “La sensación era como de ir en moto y no poder acelerar más”, y de frustración por ver cómo los atletas rusos ponían tierra de por medio. “¿Cogen un atajo o qué está pasando aquí?”, se sorprendía Bragado mientras negociaba el desgaste provocado por el esfuerzo y la humedad. Camiseta ceñida al cuerpo. Manchas blanquecinas decorándola. Rastros de sal, de batalla. Efectivamente, conocían un atajo, pero no topográfico: “Al poco tiempo se supo que tomaban cosas extras, como otro que apareció también en aquel Mundial, el italiano Alex Schwazer… Hay una serie sobre él en Netflix, pero no la he visto porque me han dicho que cuenta lo que ya sé: era un tramposo”. Tras este tratado de rotundidad retoma aquella prueba para reconocer que “hubiera sido finalista pero arriesgué demasiado y me descalificaron. Quizá siendo más prudente…”.
La prudencia vendría más adelante y, a su entender, no asociada al crepitar de hojas en el almanaque: “La experiencia no tiene que ver con la edad, como siempre solemos decir, tiene que ver con la capacidad de asimilar el aprendizaje”. Pone como ejemplo Sevilla 99, el patio de casa. Estaba a punto de cumplir los 30 y “creía que era un marchador muy experimentado… pero no lo era tanto. Mi gran espina es no haber sido más sensato. Quería el oro en mi país, lo máximo. Era una idea fija. Fui a saco desde el principio y acabé retirándome. El calor, tremendo, me fue fatal. Si hubiera preparado Sevilla como 20 años después preparé Doha…”. Y deja inacabada una frase cuyo epílogo es fácil de imaginar: podría tener al menos otra medalla de oro.
La de plata sí la tiene repe. Triplicada incluso. Además de la ya referida se la colgó en Atenas 1997 y Edmonton 2001. A ambas les guarda cariño, pero la de Grecia es especial “porque para ese Mundial mi entrenador fue Jordi Llopart”. Como siempre, derrocha sinceridad para explicar por qué no pudo campeonar: “Robert Korzeniowski estaba ya en su época de reinado total, sabía cómo llegar en forma y gestionar la competición perfectamente. Era casi imposible batirle. Me ganó por solo 13 segundos pero si hubiera necesitado más habría ampliado esa ventaja”. Con el primer medallista olímpico del atletismo español comenzó en el 96, cuando cambió su residencia de Madrid a Cataluña. No fue la única mudanza que hizo. Su estilo agresivo fue mitigándose: “Cambió mi visión de las carreras. Me enseñó a regular, a ir en progresión, no salir siempre a todo o nada, aprender a valorar otras resultados además del podio. Jordi adquirió los conocimientos de su padre, Moisés, que a su vez los trajo de México, el país de referencia en los 70 y los 80, una tradición que todavía perdura aunque han ido surgiendo otras potencias, entre ellas España. Se marcharon allí a entrenar. Moisés era un pionero, alguien con una voluntad de aprender e innovar tremenda, y no solo en la marcha: ¡Fue el primero que trajo piraguas a Barcelona! En la segunda mitad de los 90 su hijo me transmitió vivencias que me han ayudado mucho”.
Bragado no precisa artículos. Libros. Películas. Series documentales. Cualquier manifestación periodística se antojaría escueta para resumir la trayectoria más asombrosa del atletismo universal. Una longevidad en la que los éxitos fueron perpetuando. El cariño ensanchando. El respeto agigantándose. Pero el espacio es el que es, requiere un punto final: ¿Si cuando eras un chaval del colegio Tajamar te dicen que ibas a estar tres décadas en la élite y hacer historia en tu deporte qué hubieras pensando? “En Barcelona 92, Marín se retiró con 42 años y aquello fue algo extraordinario. El rey le hizo subir al palco para que todo el mundo pudiera aplaudirle… Yo llegué hasta los 50. Por supuesto que no, jamás lo habría imaginado”.