Nos adentramos en la segunda parte de su aventura mundialista. Objetivamente menos lustre, pero sin dejar de ser uno de los faros del 1500 internacional. Cada gesto suyo era observado, cada declaración analizada, cada decisión fiscalizada. Atracción mediática pocas veces vista en nuestro deporte. Y más importante. Tuviese la edad o la forma que tuviese, cada vez que saltaba al sintético un rumor recorría la grada y el corazón de los amantes del citius, altius, fortius bombeaba con fuerza, intuyendo que la magia siempre podía manifestarse.
París 2003: salud resquebrajada
París era una fiesta. La ola de calor que atemorizó Francia ese verano no aplatanó las ganas de atletismo. Saint-Denis burbujeante. Ruido, color en la tribuna. Gozo infinito ante las altas perspectivas del equipo local. Uno de los mejores ambientes que se recuerdan y, sin embargo, Reyes no pudo disfrutarlo en plenitud. Envío sus piernas a batallar contra los rivales, no los elementos. “Me pasó de todo”, resume, con un timbre nostálgico en la voz, porque el curso estaba siendo delicioso: “De los años que mejor entrené. Sesiones buenísimas. Mis mejores miles”. Se presentó afilado, tono de combate, chispa y ganas de incendio, pero nada más aterrizar, dos días antes de la primera ronda, las cosas empezaron a cambiar de rumbo: “Tuve que pasar el control del pasaporte biológico y en la sala había mucha corriente. No sé sí cogí frío o estaba incubando algo, pero esa noche subió la fiebre y comencé a rayarme”.
Su entorno intentó tranquilizarle. Ya no estaba Gregorio, licenciado con honores tras donar un inabarcable legado, primero de corto y después crono en mano. Ahora su técnico era Enrique Pascual, quien descubrió, pulió y abrillantó a Fermín Cacho (que acudió al evento, como un aficionado más, dispuesto a dejarse la garganta en labores de animador). Le injectaba seguridad a base de recordarle la hierba de Valonsadero, los kilómetros desparramados por Soria, donde Reyes, en plena madurez, se había mudado desde Barcelona para regalar aire nuevo a su ambición.
Resultó. Salió confiado a la eliminatoria y la solventó sin complicaciones, ayudado incluso por un poquito de fortuna, de la poca que le acompañaría en ese campeonato: “Llego tercero en una carrera que no fue muy lanzada. Eso me vino bien, no hubo cambios, si los hubiera habido habría sufrido”.
Un nuevo gag estético engalanando su imponente planta, su rocosa y morena anatomía. Calcetines altos, negros, besando las pantorrillas. Suerte de ejecutivo huyendo apresurado de una reunión para abrazarse a la libertad de una carrera infinita. Elección personal, veleidades del marketing (ya no lucía las tres bandas sino el swoosh), vaya usted a saber, el caso es que a partir de entonces los chavales de las escuelas ya no querían introducir los pies desnudos en las zapatillas de clavos, ni siquiera les bastaban unos tobilleros. Les decían a sus padres: “Como Reyes”. Porque a principios de siglo, cualquiera que estuviera enamorado del mediofondo quería ser como Reyes.
Ya en semifinales, todavía con fiebre, mermado física y mentalmente, protagonizó una escena “surrealista”. Así define lo que sucedió al paso por el 800: “Me pisaron por detrás y me sacaron la zapatilla. No me di cuenta hasta que la vi volando. Quedaban 700 metros y tenía que entrar por puestos, por tiempos estaba fuera”. A la vez arriban los nervios y la certeza de que el único camino a seguir era retomar la concentración, diluir el sufrimiento en la promesa de su cuarta final consecutiva y olvidar que la planta del pie era ya carne viva abrasándose en el tartán: “Llego al último 200 metros con el británico Michael East. La situación era simple, o le pasaba o me quedaba fuera. Le adelanto, quedo cuarto. Nada más cruzar la meta miro la planta del pie y está quemada… ¡Cómo no! Traccionar a esas velocidades descalzo… imagínate”.
No se ha ido la fiebre. Intenta enmascararla con paracetamol, apaciguarla antes de la carrera definitiva, que deberá afrontar con un enorme apósito, una segunda piel, que evite el roce, el dolor del contacto con el interior de la zapatilla. Su cabeza es una batidora, incapaz de no recrearse en el infortunio. Y si… Y si… Pero sabe que ha de virar el rumbo de sus pensamientos, anclar las posibilidades de volver a encaramarse al podio. Se sienta con Enrique, se abre en canal: “Le digo que estoy sin chispa. No tengo fuerza. En esa tesitura lo que mejor me puede ir es una carrera a ritmo, rápida, en la que no necesite de cambios bruscos en ningún momento. Así que decidimos que saldría tirando yo”.
Ejecuta el plan con maestría. Se pone al frente. Manda. Primer 400 en 56 segundos. “Sabía que cuando el El Guerrouj viese lo que estaba haciendo me relevaría, a él le iba genial ese tipo de prueba”, rememora satisfecho antes de proseguir el relato: “Lo hizo en el 600 y por mi parte traté de seguirle gastando lo menos posible e intentando llegar medianamente bien al toque de campana”. Pero el tañido le devolvió a la cruda verdad de los últimos días: “No estaba para ganar. La fiebre me afectó”. Le arrebató ese brío imprescindible para ser contestatario en el momento en el que un ‘milqui’ se encabrita. En tales circunstancias hay que puntuar muy alto su sexta plaza. Cuatro Mundiales, cuatro puestos de finalista (Top 8). Aunque fue imposible abandonar la Ciudad de la Luz sin sombras en la conciencia: “El pie, sinceramente, no me dio problemas, el dolor es algo a lo que un atleta está más que acostumbrado, pero la fiebre… sin ella no hubiera peleado el oro a Hicham, pero sí la plata a Mehdi Baala”.
Helsinki 2005: la masacre de Alan Webb
Sostiene el habla popular que no hay quinto malo, pero Reyes Estévez puede hacer alegaciones al respecto dado lo vivido en la capital finlandesa. Llegó a la final, algo que se había convertido en papeleo, trabajo de oficina, rutina veraniega. Unos van a la playa. Otros a la montaña. Él corre la última ronda de los grandes campeonatos (en 2004 se colocó 7º en los Juegos Olímpicos). Lo que nadie adivinó es que Alan Webb, el mejor de los yankees, tenía ganas de inmolarse aquel 10 de agosto. Lo suyo fue uno de los cambios más devastadores, secos, salvajes e inútiles que los cronistas guardan en la memoria. Una invitación al suicido colectivo que, en ese momento, muchos se vieron obligados a aceptar. Resultaban ilógicos aquellos zapatazos desenfrenados contra el piso pero no había tiempo de analizar con frialdad si era un farol, un acceso de genialidad o un brote de locura. “La prueba iba lenta y la revolucionó, cambió a lo bestia casi nada más empezar”, rememora con ese gustillo amargo de quien ve alterados sus planes: “Me beneficiaba esperar mi oportunidad y atacar al final, pero el arreón que Webb dio en el 600 fue demasiado. Tuve que cambiar para tratar de que no se marchase y ahí se diluyeron mis opciones de cara a la última parte. Lo suyo hubiera sido quedarse atrás, pero ahora es fácil pensarlo. El también murió; noveno, yo undécimo. Una carrera loca que no supe leer. La primera gran final tras la retirada de Hicham El Guerrouj”.
Había cumplido los 29 ocho días antes de aquella masacre. Un joven veterano con medallas y experiencia. Todavía poderoso, pero atisbando la dictadura del calendario: “Cada vez las cosas me resultaban más difíciles. Con el paso de los años los tiempos son parecidos pero las sensaciones no son las mismas. Claro que hacía miles a 2:20, pero no me sentía igual en 1997 que en 2005”.
Berlín 2009: cierre de persiana
2007 interrumpió su idilio con el Mundial. Lo vio desde el sofá (si es que lo vio, porque hay cosas que duelen), así que el sexto y último estuvo precedido por una ausencia de cuatro años. Extraños, cuajados de altibajos. Entrenos serios que no acababan de plasmarse con dorsal. De los Juegos de Pekín salió enfermo en primera ronda, sin poder pelear, el vigor justo para cubrir el expediente. Algo inasumible para un tipo de su envergadura competitiva. Los fantasmas le asediaron. De nuevo 38º grados de fiebre. De nuevo “pánico a subirme al avión”.
Lo intentó, y eso reconforta, pero los milagros son cosa de iglesias, no de pistas de atletismo: “Salí a darlo todo pero las sensaciones fueron las normales en un estado febril: malas”. La clase le da para pasar la primera ronda. Justito, en plazas desconocidas, sexto. Pero dentro. La semi fue otra película. La realidad le aplasta: “Me doy cuenta de que el término de mi carrera deportiva está cerca. Se me quedó un poco cara de tonto porque había entrenado bien, recuerdo 300 a 37-38 segundos… En carreras tácticas todavía me veía ahí, pero en las que el último 800 se cubría en 1:46-1:47 salían las carencias. Ahora, analizándolo con serenidad, incluso sin fiebre pensar en un puesto de finalista era imposible. Y de medalla mejor ni hablar. Fui consciente de que sería mi último Mundial”.
Epílogo
“Muy contento”, contesta al requerirle un balance de su periplo en la competencia. “Fui a seis y llegué a cinco finales, eso demuestra una gran regularidad”, constata, dejando entrever que hacía norma de lo que para otros es máxima justificación a una trayectoria deportiva. “Me pasaron muchas cosas en una carrera tan extensa, pero si echo la vista atrás compruebo que firmé muy buenas actuaciones y la mejor de ellas fue en la carrera más rápida de la historia del Mundial”, hace una pausa… respira… y remata: “Me lo he pasado genial”.