Sandra Myers: la mujer que iluminó el futuro

Primera española en ganar medalla en un Campeonato del Mundo
Miércoles, 9 de Agosto de 2023
Alberto Hernández
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Sandra Myers
RFEA

“¡Sandra, lo has conseguido!”. Se eleva jovial, a pocos metros de la línea de meta, una voz inglesa camuflada entre la multitud sudorosa que agiganta el estadio. Ella -músculos devastados, prisionera del láctico, desorientada tras soportar el terrorismo de la última recta- procesa la información en un instante que dura lo que dura la eternidad. Permanece sentada en el tartán. Las piernas estiradas, igual que los brazos que sostienen erguida su espalda mientras no deja de escrutar el lejano videomarcador, jadeante, esforzándose en atrapar la más mínima brizna de aire. Aparecen, luminosos, los resultados. Y al fin comprende. Se deja caer y, tumbada, esboza la primera sonrisa de la noche. Entró tercera. Recibirá una medalla. Nunca en la historia del Mundial le había sucedido a una española.

Está feliz. Y cansada. Más lo segundo que lo primero. El reciente martirio cede paso con pereza a la alegría. Cuarta carrera en cuatro días. No en una prueba cualquiera. La vuelta a la pista, el macabro juego de resistencia a la velocidad en el que todas acaban perdiendo. Los honores recaen en quienes son capaces de prolongar la agonía medio suspiro más. Sandra Myers, en Tokio 91, fue una de ellas.

“A día de hoy todavía no sé a quién pertenecía esa voz. Si era de un entrenador o un aficionado, pero gracias a ella supe que lo había conseguido. En ese momento no pensé que estaba haciendo historia, eso vino después. Cuando estás en la pista es más un reto personal, una lucha interna contigo misma, luchar por correr lo más rápido posible”, rememora Sandra sobre aquella final en la que logró la segunda mejor marca de su vida, 49.78, solo superada por el récord nacional -aún vigente- firmado menos de dos meses antes en Oslo (49.67).

El bronce, única presea que consiguió la delegación española en el evento, no fue ni mucho menos una sorpresa. En marzo, Sevilla, se había proclamado subcampeona mundial bajo techo, así que su candidatura al podio era avalada por crítica y público. “Sabía que podía hacer medalla, pero también quiénes eran mis rivales”, sostiene referenciando una espléndida start list donde que sobresalían la elegancia de Marie-José Perec en la calle cuatro, la abrumadora adolescencia de Grit Breuer en la tres y la definición del éxito, Olga Brýzguina -campeona olímpica y defensora del título-, por la seis. Myers, ubicada en el carril del cinco, contempló la estampida desde atrás: “Perec y Breuer salieron muy rápidas. Decidí ser conservadora porque sentía pesadez de piernas fruto de las tres carreras anteriores, el calor y la humedad. Al paso por el 200 iba muy retrasada. Fue en la segunda parte cuando recuperé”. Lo dice con humilde serenidad, sin hacer justicia a la épica de su remontada.

Se presentó cuarta ante la tribuna. Un infierno de cien metros abierto a sus ojos. Inalcanzables el oro de Perec (49.13) y la plata de Breuer (49.42). El escalón restante del cajón lo tenía arrendado Brýzguina, al costado diestro. Ambas deslavazadas, corriendo ya bajo los dictámenes del corazón. Abandonada la técnica solo quedaba el recurso del deseo. La fe. Maltratar el organismo una vez más. Hace mucho que había dejado de ser una carrera. Se trataba ahora de una lucha de voluntades. 40 metros para el final. Sandra encima a la rusa, pero parece no ser suficiente. Poco espacio, poco tiempo. 20. Emerge la esperanza. 10. Los hombros se emparejan. Sobre los cuadros de llegada Sandra encuentra las últimas migajas de fuerza en ese inaccesible rincón donde las campeonas guardan la esencia de su destino. Su pecho cruza antes que el rival. A veces, apenas unos milímetros son suficientes para hacer historia.

De nuevo el recuerdo del agotamiento. “Una locura. Cuarto día consecutivo corriendo 400 metros. Con un calor terrible y mucha humedad, salías a la calle y sudabas a chorros. No hubo descanso, como en el caso de los chicos… No se me va de la cabeza el sufrimiento. Porque en el ‘cuatro’ siempre sufres. Cuando estás muy en forma no tanto, pero sufres. En 100 y 200 es otro tipo de sufrimiento, tiene más que ver con la tensión en la salida, los nervios… en 400 metros es dolor de verdad. El cansancio que sentí en Tokio no es comparable a otras competiciones, no tuvo nada que ver con ningún mitin o con un Nacional, es algo a lo que solo se llega en los grandes escenarios”. Para entenderlo mejor: primera ronda, 24 de agosto, gana con 52.70; cuartos de final, 25 de agosto, segunda, 52.01; semifinal, 26 de agosto, se impone en 50.64; 27 de agosto, años de vida desperdigados entre dos líneas de color blanco y su nombre inscrito para siempre en la iconografía de nuestro atletismo.

“Mi marido, Javier Echarri, daba largos paseos mientras yo trataba de descansar entre prueba y prueba. A esas alturas no había muchas instrucciones que dar, solo pequeñas indicaciones sobre cómo afrontar cada una de las series. Él y Rafa Martín, responsable del sector de velocidad femenina, me transmitieron que el objetivo era pasar rondas sin desgastar demasiado, entrar por puestos, sin priorizar la victoria”, detalla la mujer que no acabó su trabajo en el campeonato tras la apuesta individual. Quedaban las colectivas. 4x100 y 4x400 m. Más punzadas a unos cuádriceps que, pese a solicitar tregua, tenían faena por delante. Tres días de asueto, un lujo. En ese trecho la meteorología se tornó piadosa y “hacía una noche buena, casi fresca, cuando estaba en la grada viendo la final de longitud masculina”. El concurso del siglo, de todos los siglos. Lewis. Powell. La promesa de los nueve metros.

Y Sandra regresó a los clavos. En doble sesión. Con el relevo corto, junto a Patricia Morales, Cristina Castro y Carmen García-Campero, batió el récord nacional (44.08). Sin embargo, el quinto puesto en la eliminatoria no fue suficiente para alcanzar la final. Sí lo consiguió con sus compañeras del largo (Blanca Lacambra, Julia Merino y Esther Lahoz): cuartas, 3:29.12, segundo récord de España en apenas unas horas. Duró un parpadeo. Al día siguiente, ya septiembre, Gregoria Ferrer sustituyó a Lahoz y el equipo arribó séptimo, 3:27.57, un crono que ningún otro cuarteto español ha logrado rebajar hasta la fecha.

Así plantea el balance tres décadas después: “Dejando a un lado a Carmen Valero, que hizo muchísimo por el fondo y el mediofondo, siendo pionera en consecución de títulos y participaciones en grandes campeonatos, fue mi generación la que dio el salto definitivo. Nos retroalimentábamos, había muy buen grupo, sobre todo en el 4x400, pero ese récord pueden batirlo perfectamente las chicas de ahora, sobre todo si las que están corriendo mucho en 100 y 200 se pasan al ‘cuatro’. A mí me costó tomar la decisión. Cuando empecé en el atletismo, correr 400 era una especie de castigo para una velocista pura; aun así, en Estados Unidos hay menos miedo que en España a dar el paso. Lo di porque vi que tendría muchas más posibilidades que en el 100. A Maribel (Pérez) se lo digo a menudo, tiene que pasarse. Si Jaël (Bestué), que batirá mi récord de 200 en Budapest, y Paula (Sevilla) también apostasen por el ‘cuatro’, estoy segura de que, junto a las especialistas que ya están, acabarían con la marca que hicimos nosotras”.

Ese viaje desde el hectómetro al giro completo del óvalo lo cimentó en continuas visitas a la sala de pesas. Un anhelo insaciable de fuerza y potencia: “En Estados Unidos ya las trabajaba mucho, me levantaba a las siete para ir al gimnasio, pero aquí fui todavía más meticulosa. Y una vez que rebajé mis marcas en 60, 100… todo fue en proporción. Aterricé en el 400 entrenando desde abajo. Ahora hay chicas con características similares a las mías que podrían hacer lo mismo. Si miras a nivel global, el ejemplo más claro de éxito es Allyson Felix. Se trata solo de perder el miedo y ponerte manos a la obra”.

Excepto el registro que espera ver pulverizado en el próximo Mundial, el de 200 metros, sus mejores prestaciones, cronométricas y metalúrgicas (además de plata mundial en pista cubierta y bronce al aire libre en el mágico 91 fue campeona europea indoor de 400 en 1992 y de 200 en 1996), llegaron pasada la treintena (y aquellos 22.38 no anduvieron muy lejos; 29 años y ocho meses). ¿A qué se debe esa explosión tardía para lo que se estilaba en los velocistas de la época? “Había hecho atletismo desde pequeña pero tras la universidad sufrí muchas lesiones. Comencé a destacar a nivel mundial cuando llegué a España, a mediados de los ochenta, gracias al gran apoyo que recibí de la Federación y a la ayuda de mi marido. Él me decía que podría bajar de 11 segundos en los 100 metros y yo me reía”.

Estuvo cerca de quebrar esa barrera (11.06), aunque derribó otra más importante, la que encorsetaba los límites de unas mujeres que jamás volvieron a mirar al reloj o al metro con complejo de inferioridad: “Mi resultado puso las pilas a la gente y sirvió para motivar a muchas chicas que pensaron: si Sandra puede, yo también puedo”. Desde aquello hemos aplaudido a medallistas continentales, mundiales y olímpicas. Fabulosas atletas con mucho que agradecer a esa velocista, devastada física y mentalmente, que en una fracción de segundo decidió conquistar el futuro en el epílogo de la recta principal del Estadio Olímpico de Tokio.